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Mitos históricos de la lepra

Del pasado a la actualidad.

La lepra no es una enfermedad especialmente maligna ni peligrosa. Surge entonces la pregunta ¿por qué arrastra tan mala fama? La primera respuesta estaría en que por manifestarse con signos muy visibles, confiere al paciente un aspecto repulsivo. Efectivamente, provoca más rechazo social una persona con bultos y úlceras en la piel que otra que quizá tenga corroídas las entrañas por un tumor canceroso pero que no se ve. Esta característica hizo que la lepra fuese una enfermedad rechazada por la sociedad de todos los pueblos desde las épocas más primitivas de la historia.

En el Nuevo Testamento Jesús limpia a numerosos enfermos de este mal y los envía a los sacerdotes para que certifiquen la curación. Sorprende ver en los textos de los evangelios, la frecuencia con que leprosos, solos o en grupo, circulan por los caminos, lo que hace pensar en el gran número de ellos que debían de existir en Palestina.

El relato del Evangelio no mejoró la condición social de los leprosos en la sociedad cristiana, al menos en su mayor parte. Algo sí hubo de suavizarse su existencia cuando la naciente caridad, creadora de hospitales en los monasterios, tuvo a estos enfermos en especial consideración precisamente por la preferencia que les mostró Jesucristo. Aun así, en los siglos siguientes los leprosos eran expulsados de la comunidad y recluidos de grado o por fuerza en lugares apartados que recibieron el nombre de “lazaretos”, por el personaje de Lázaro, citado por Lucas en una de sus parábolas, (Lucas 16:20-21), quien se suponía había padecido esta enfermedad.

En la época medieval se fundó la Orden de los Caballeros de San Lázaro, formada por guerreros que habían participado en las Cruzadas y que habían padecido o tenido un contacto muy directo con la lepra. Al principio fueron una orden puramente de enfermería pero en el siglo XIII ya tenía una organización y funciones similares a las de las otras órdenes militares como los hospitalarios o los templarios. Había dos categorías de caballeros, los guerreros y los hospitalarios, que estaban dirigidos por un gran maestre, perteneciente a una familia noble y que también era leproso. Esta regla perduró hasta 1253, cuando el Papa Inocencio IV dio permiso para elegir a una persona no leprosa para este cargo. La orden se hizo cada vez más militar y fue suprimida en el siglo XV por Inocencio VIII, si bien los caballeros de San Lázaro perduraron como reliquia hasta su total extinción en 1830.

Todavía en el siglo XIX y buena parte del XX la enfermedad seguía considerándose como altamente contagiosa. Ya había desaparecido la idea del castigo divino o de la maldición, pero eso no mejoraba tampoco a los enfermos. La sociedad seguía marginándolos y sólo llegaban a la opinión pública algunas noticias, como la existencia en medio del océano Pacífico de una isla llamada Molokai en la que estaban recluidos miles de leprosos; fue la labor ingente y esforzada de algunos sacerdotes, como el célebre belga Padre Damián, la que trascendió a los medios de comunicación de la época sacudiendo un poco las adormecidas conciencias.

A los todavía numerosos enfermos de lepra que hay en el mundo les perjudica sobremanera para su integración en la sociedad el nombre de su enfermedad. Ante la mención de la palabra lepra serán pocas las personas que no sientan algo parecido a un escalofrío recorriéndole la espalda. Por eso hoy se prefiere denominarla “enfermedad de Hansen”, con lo que se eliminan esos terrores atávicos.

Afortunadamente hoy los enfermos de lepra, salvo aquellos casos que han evolucionado con graves mutilaciones y deformidades que les imposibilitan cualquier actividad, pueden seguir realizando sus trabajos habituales y convivir con sus familias y con el resto de las personas de su entorno sin ningún riesgo para unos y otros. Sin embargo, deberán seguir ocultando el nombre de su enfermedad. Al enfermo incurable de cáncer se le mira con conmiseración, al de lepra con prevención y desde lejos.

Ante esta enfermedad, ¿qué podemos hacer hoy? Lo primero es ser consciente de su existencia, aunque la incidencia en nuestro medio sea más escasa que antaño, pero en muchas partes del mundo sigue considerándose un problema no exento de importancia.

La lepra, el VIH, o la pobreza, no son el único lugar donde podríamos volcarnos en la medida de nuestras posibilidades para disminuir el sufrimiento en este mundo desde luego. Sin embargo, hemos de tener claro, que allí donde deseemos ayudar, no debe ser por un altruismo más o menos moral, sino como un acto de gratitud al contemplar el acto de amor por excelencia: Jesús muriendo en la cruz del Calvario por los pecadores, el justo por los injustos, el limpio por los “leprosos”. Nuestra libertad y limpieza de la mancha más horrible en nuestro ser que generaba la culpa, a saber: el pecado, fue limpiada por su sangre en la cruz. Nos emociona el recordar aquellas palabras de Jesús cuando dijo al leproso: “¡Quiero, se limpio!”. El amor cristiano es sacrificial por naturaleza. Cuando ofrendamos y oramos por los leprosos, “perdemos” nosotros para que otros “ganen”. Con tu ayuda, podemos colaborar en paliar el sufrimiento de tantas personas en el mundo.